LA CUCA

Era más lista que el hambre. Aunque parezca increíble, la Cuca abría el portón de la cuadra y se paseaba sola cuando le venía en gana. Después, transcurrido un tiempo prudencial volvía y se colocaba en su sitio despacio, tomaba de nuevo su lugar y esperaba paciente que Baldomero le diera de comer.

Era más lista que el hambre y trabajadora como ninguna. Aquella mula respiraba entrega, nunca se paraba, no se resistía a las labores del campo, porque sabía, y Baldomero se daba cuenta, que era indispensable y que sin ella la familia no comía.

Mi Baldo no quería, a mi Baldo lo liaron.

A alguien se le ocurrió que Baldomero era el que más sabía de mulas en el pueblo y con las primeras luces ya asomando, con las migas de leche aun calientes encima de la mesa, tocaron a la puerta.

Mi Baldo no hablaba de política. A él lo que le llevaba de cabeza era el grano, las pezuñas y el quehacer de la tierra seca y la lluvia que la alimenta. Ver salir el sol en la era, seguir su mágico arco, decía él, te quita hierbajos de la cabeza y rencores de vecindad.

Las noticias de transistor anunciaban malos tiempos, pero nosotros seguíamos preocupados porque el campo diera frutos y los animales no enfermaran. 

A alguien en el pueblo le encargaron hacer la lista con los hombres jóvenes en buenas condiciones que reunían los requisitos del reclutamiento y no había nadie mejor para ir de acemilero que él. 

Con los ojos húmedos se quedó mirándome como no lo había hecho nunca:

— A ver si vuelvo pronto.

— A ver si vuelves pronto.

Y salió por la puerta, dejándose allí dentro las ganas de llorar. Una energía áspera se quedó flotando cuando pasé el pestillo y las lágrimas que no derramamos se me agarraron en la garganta y me encogieron el corazón. 

Oí la puerta de la cuadra, sé que se despidió de la Cuca. Ella se pasó todo el día triste, balanceando la cabeza cuando me acercaba, como pidiéndome que la dejara tranquila. 

Estaban conectados. Baldomero sentía en sus carnes a la Cuca como una prolongación suya, conectada a su sistema de tal forma que la sentía tan de cerca como su brazo o su oreja. 

No era la primera vez, Baldomero tenía una conexión especial con los animales que le hacía entenderlos, saber qué les pasaba para poder ayudarlos. 

Yo vivía este milagro con respeto y algo de paciencia, porque algunas veces podía llegar preocuparme. Como la noche que se pasó acompañando a la Dalia, una vaca lechera que tardó más de lo normal en parir, para después ir a la era sin haber dormido ni un minuto. O las lágrimas por su Anortado, un percherón que tuvo que malvender por un apuro de médicos en mi segundo parto.

Ahora era la Cuca. Cuando se la llevaba a la era y atravesaba las calles del pueblo le decían que parecían novios. 

Y no es que Baldomero fuera extremo en arrumacos, siempre había pensado que dotarlos de rasgos humanos era antinatural. Pensaba que los animales de granja necesitaban puntual mano dura, pero después, de una manera natural, Baldomero le daba un golpecito en el lomo a la Cuca, una caricia al pasar. Y ella levantaba el morro y parecía que sonreía, y lo digo yo que lo vi muchas veces, porque sé que las mulas no sonríen pero la Cuca con mi Baldo se reía. 

Baldomero respiraba Cuca.

Cuca respiraba Baldomero.

Por eso sé que las lágrimas que no derramó conmigo se las llevó la Cuca, que ese día no salió a dar su solitario paseo y se quedó en la cuadra sola y triste. El animal sabía que su dueño se iba a la guerra y que aunque lo hacía de la mano de lo que más amaba del mundo, su corazón de mula mitad del de mi Baldo supo que nunca volvería.

Mari Carmen Carratalá

Julio de 2022


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